Uno podría pensar que aquellos hijos de la guerra que ahora rondan la cuarentena tienen una mirada dura, cruda, fría y que en el tatami esto se multiplica por 10, pero la realidad es que aquellos que presenciaron horrores que acabarían por desencadenar lo que más tarde sería reconocido como el síndrome de Sarajevo, en el tatami, solo ofrecen una mirada amable y servicial, una mirada amiga. Aquellos más jóvenes, con ganas de forjarse un nombre en el judo nacional sí poseen la mirada que uno espera de un luchador cuando se ponen el judogi. Es emocionante saber que el judoka que tienes delante no solo se enfrenta a ti en un randori, sino también a su ego, a su importancia como judoka y que se examina a sí mismo en cada lucha por el agarre, en cada desplazamiento táctico para crear un hueco por donde meterse bajo el cinturón, en cada entrada buscando la proyección perfecta.
Cuando eres un invitado en Bosnia, lo eres con todo lo que
eso conlleva, un trato personal impecable y la inclusión casi inmediata en el
grupo, incluso cuando el idioma es una barrera. En el Judo Club de
Sarajevo somos invitados, donde el maestro Emir Ibragić ejerce sus funciones como
entrenador con humor, rigor y exigencia disciplinaria a sus judocas
adolescentes (que sabemos que suelen ser los más rebeldes). El elenco de este
club parece ser envidiable, puede ser porque los judocas más jóvenes no han tenido
mucha clemencia por parte de los más mayores, lo que les ha permitido forjar un
carácter luchador tanto dentro como fuera del tatami.
Campeones
nacionales en categorías cadete, junior y absoluta, incluso cuando ni siquiera
han alcanzado la mayoría de edad como Amina
Crnčalo de -57kg (segunda por la izquierda en la tercera foto) o Eldar Klepo de -90kg (tercero por la derecha, de pie en la primera foto), ambos cadetes) no presentan mucha piedad a
aquellos que están aprendiendo o en etapas más jóvenes. En Bosnia, los judokas
aprenden a ganar cayendo, perdiendo, lidiando con la frustración de no estar a
la altura de hacer frente en randori, ni por medio segundo, a los campeones de
su club, a sus amigos.
De el
judo en Bosnia y Herzegovina salimos con amigos y con una experiencia que nos
permite comprender que los ojos de alguien que quiere luchar cogen forma, color
y sentimiento en cada uchi-komi, en cada randori, cada vez que un niño se pone
un judogi con la ilusión de poder, tal vez algún día, hacer frente a los
campeones con los que cada día comparte tatami, aun sabiendo que será la tarea
más dura, incluso conociendo lo incómodo de volver a casa con dolores tras el
entrenamiento. Los ojos del tigre realmente se forjan al volver al día
siguiente al tatami para intentar, una vez más, vencer a aquellos a quienes admiran.
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